Géminis
Candela se pone en la fila de las chicas con sus amigas Tati y Pau. Lo mismo hacen Nico y Teo en la fila de los chicos.
Es sábado por la noche y, si bien no hace mucho frío, los atuendos cortos, brillosos y acharolados de las chicas dejan entrar el viento de la costanera con facilidad. Con los latidos aumentando, pero apaciguados por el alcohol, Candela le entrega el DNI al patova. Este la mira de arriba a abajo: pelo rubio teñido, ojos acristalados acompañados de pestañas con rímel algo corrido, piel pálida y piernas envueltas en medias cancán.
—¿Cómo te llamás?
—Ángeles Castillo.
—¿Qué día cumplís?
Candela mira para arriba, achinando los ojos.
—El 5 de marzo.
—Pasá.
Candela suspira y avanza, esperando que los amigos sigan el mismo protocolo. Mientras, mira el DNI y se ríe. Ángeles era castaña y su piel más oscura; no había signos de alegría en su cara. Su primo Gabriel era quien se lo había dado, pero nunca supo decirle de dónde lo sacó.
Adentro, Candela y los amigos bailan, entrecierran los ojos y se relajan, cantan y se abrazan. Candela no se puede sacar la cara de Ángeles de la mente. Cuando Pau le pide que la acompañe al baño, accede, dándose cuenta recién allí de que ella también tenía ganas de hacer pis.
El baño del boliche te alumbra como para recordarte cada imperfección que tenés, pero Candela hoy se ve perfecta. Sus ojos abandonaron el gris para convertirse en verdes, sus raíces más oscuras ahora parecen predominar en su pelo, pero le gusta. De pronto, Candela se siente fuera de sí misma. Al cerrar los ojos, imágenes de caminos empedrados se le presentan sin ninguna explicación. Pau percibe algo en Candela y le pregunta si está bien.
Candela dice que sí y, al hacerlo, su voz se oye distinta, es casi irreconocible, pero Pau no parece asombrarse.
De vuelta en la pista, todo sigue igual. Está sonando "Murder on the Dance Floor" y Candela canta la letra a la perfección. Todos, ella inclusive, se sorprenden al descubrir que, con el ínfimo manejo que tiene del inglés, la canción la cante con tanta facilidad. Nico no tarda en hacer un chiste:
—Me parece que a Cambridge se les rateó una alumna.
Pero Candela no se está riendo; sabe que esa canción la escuchó como mucho dos veces y no hay manera de que la haya podido aprender así. Nico nota la antipatía de Candela y le ofrece ir a buscar otro trago. Tati se suma también.
De camino a la barra, Candela se siente exhausta, como si hubiera caminado por horas, y sus pies manifiestan un dolor compatible con aquel síntoma. Decide quitarse una de sus botas de caña alta para ver en qué estado está su pie. Al levantarlo, pierde el equilibrio y cae al suelo. De pronto, todo está dando vueltas. Candela se esfuerza por levantarse, pero no puede hacerlo, no puede ver con nitidez, no puede reconocer las caras ni las canciones. Hay una nebulosa que le impide entender qué está sucediendo, pero por alguna razón, Candela siente miedo. No es un miedo lógico, no es un miedo racional, es un miedo persecutorio. Candela se para y siente que alguien está atrás suyo, como pisándole los talones. Las imágenes del empedrado vuelven a acecharla, pero esta vez Candela mira para atrás y la multitud sudorosa y mimetizada por el ritmo de la música ya no está. Solo ve un auto que ruge ansioso, como si fuera a arrancar en cualquier momento y llevarsela por delante.
Antes de que pueda hacer algo, Candela siente que alguien le agarra el brazo. Se asusta y grita para luego descubrir que se trata de Tati.
—Te perdimos, ¿estás bien?
De a poco, la cara de Tati va tomando forma; su pregunta logró escucharla bien clara.
—Creo que estoy un poco mareada, no sé qué me pasa —responde, ignorando lo que acaba de ver.
—Vamos a buscar un poco de agua.
Aún de la mano de Tati, Candela tiembla. Escalofríos de inquietud e incertidumbre recorren su cuerpo. El agua logra confortarla, pero no lo suficiente. Mientras Nico y Tati conversan de cosas que ella oye pero no entiende, Candela se siente cada vez más extraña. No sabe en qué confiar, ni en quién; sus amigos ahora parecen extraños. Recién entonces, Candela se da cuenta de que la barra esconde detrás de las botellas coloridas de alcohol, un espejo. Candela se busca en el reflejo, pero no se encuentra. Allí, una silueta castaña, un tanto más oscura y de ojos verdes está sentada en el lugar exacto donde se encuentra ella, con la cabeza apoyada sobre la misma mano izquierda que lo hace ella, mirándola.
Es Ángeles. La chica del espejo es Ángeles, Candela es Ángeles. Las personas que ella creía que eran sus amigos ya no le hablan ni la miran, no la reconocen. Pero Ángeles no se siente capaz de lidiar con eso ahora. Una avalancha de sentimientos, pensamientos, personas y recuerdos, hasta entonces ajenos, le inundan la mente. Candela no sabe distinguir cuál fue la verdadera primera vez que aprendió a andar en bicicleta, ni cuál de las personas que llamaría "papás" realmente lo son. De repente, la sensación de inseguridad y paranoia se repite. Candela empieza a correr, haciendo paso entre las personas. Sus pies le arden al pisar. No sabe a dónde va ni por qué, pero sabe que tiene que hacerlo.
Entonces, Candela siente que algo la frena. Está inmovilizada, no puede ver nada a su alrededor y su agitación aumenta aún más. Allí comienza repentinamente el dolor agudo en el pecho, precisamente a cinco centímetros del esternón. El dolor extremo y punzante pronto se disemina por todo su torso, sus brazos, luego sus piernas. Candela no sangra, pero sabe que algo la impactó allí dentro. Poco a poco, empieza a desvanecerse. Se siente liviana, se siente volátil. El cuerpo ya no le duele porque su mente se va apagando. Ángeles cae al suelo una vez más, pero esta vez, no volverá a levantarse.
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