Autobiografía

 

Momentos de mi vida

Si tuviera que sintetizar los recuerdos de mi infancia como concepto, esos que en las películas aparecen con un sol imponente de fondo acompañado de risas infantiles en off, diría que así guardo los momentos con mis primos. Soy hija única y aunque no creo que ellos sepan el lugar especial en que los atesoro, allí están, en nuestros días soleados compartidos en familia en el club, jugando con el frisbee, la pelota o andando en bici. En los shows que hacíamos llevando a todos los invitados al living y bailando disfrazados “La gallina turuleca" que sonaba desde el tocadiscos Winco de la casa de mis abuelos. También en los juegos de mesa, en esa misma casa, cuando yo ganaba aquel juego que debe haber sido un ludo, para celebrar mi victoria, gritaba “¡ajoite!”, ajoite es una palabra inventada y por eso, remite pura y exclusivamente a ese momento y lugar. 

Mi infancia fue un ajoite. Ese entorno cálido, seguro y feliz, siempre se va a mantener cristalizado en mi memoria.


Como siempre, todas las historias tienen sus complicaciones, y la nuestra no es distinta. Un buen día mis primos y yo empezamos a crecer, yo ya había vivido la separación de mis padres de chiquita pero a mis primos les tocaba ahora. El vínculo de sus padres se llevó de arrastre el vínculo con mis abuelos. Así mis primos los dejaron de ver y por defecto, sucedió igual conmigo y mi papá. Esos años de diversión se habían terminado y ahora en la mesa de cumpleaños y festividades éramos cinco. Yo los extrañaba mucho, pero no decía nada. Creo que de haberlo hecho, los podría haber visto, pero no se sentiría igual.


A los once años, mientras estábamos los cinco en la casa de mis abuelos, tocaron el timbre, alguien me avisó que eran ellos, que habían vuelto, yo me metí en el baño y me puse a llorar. Ese día mi familia comenzó a reconstruir los vínculos, aprendimos a tomar las cosas con humor, aprendimos a juntarnos de nuevo para festejar y, para nuestra felicidad, aprendimos a divertirnos como lo habíamos sabido hacer.



Un día de marzo del 2016 mi mejor amiga Sol y yo fuimos a la parada del micro del club Macabi y nos subimos.  Allí arrancaría nuestra historia, en el lugar que tanto nos cambió. En el micro, todo era nuevo, se presentaban los coordinadores y los madrijim y ellos a su vez nos introducían a los chicos con los que compartiriamos momentos inolvidables por cuatro hermosos años de grupalidad y crecimiento, de aventuras y amistad. Cuando llegamos al club conocimos al resto del grupo, que con mucha predisposición y aceptación nos dieron la bienvenida y nos explicaron cómo funcionaban las cosas. Y así pasó el primer año, emocionadas decidimos ir al campamento, si bien a mi mamá le preocupaba la idea de que me vaya tantos días sola con otros chicos a unas cabañas en el medio de la montaña, con papá logramos convencerla. Así conocí Macabilandia. 


“Yo te puedo hablar mucho pero no va a ser igual, lo importante es que la veas y la sientas de verdad” dice una de sus emblemáticas canciones y así lo sentimos todos los que estuvimos ahí. La magia que nos hace querer volver todos los años, subir las mismas montañas, cantar las mismas canciones, hacer las mismas actividades, sacar las mismas fotos. La magia que para mí solo puede ser explotada si se transmite. 

Eso decidí hacer, transmitir. Convertirme yo misma, como tantos otros, en madrijá. En esa persona que acompaña, que enseña de otros modos, que escucha, que divierte y fundamentalmente, que va todos los sábados a ese club que le dio las mejores amistades que podría pedir. Macabi me dio muchas cosas que yo quiero devolver, una de ellas es poder formar amistades tan lindas como las que tuve la oportunidad de formar yo. 



Cuando el once de marzo de 2020 sol nos dijo en el colegio que no nos saludemos con beso por el nuevo virus que había en china, todas la boludeamos. Jamás nos hubiéramos imaginado que unos días después, estaríamos confinadas en nuestras casas, sin posibilidad de salir, de juntarnos con gente ni de tener una vida normal hasta mucho tiempo después.

La cuarentena no arrancó como algo trágico, era, antes que todo, novedoso; Dormir los días de semana hasta tarde, tener tareas anacrónicas virtuales que luego se convertirán en clases sincrónicas virtuales, pasar muchisimo mas tiempo en casa del que estaba acostumbrada, tener curso de madrijim virtual, ver muchas pelis, instalarme tik tok, hacer tik toks, en fin, una novedad. Me divertía la idea de tener una pausa, probablemente la pausa más radical de mi vida, aunque sea, pensaba, por unos días.


Con el tiempo esa novedad se oxidó y esa pausa se volvió el nuevo movimiento. Comenzaba a ver como la cuarentena no iba a durar diez días, ni veinte, tenía para rato. Y así la diversión del zoom se convirtió en un tedio por las mañanas y mi refugio por las noches. De día despertaba con diez minutos de anticipación, me hacía el desayuno y me metia a la clase desde la cama con la computadora encima, y si no me aceptaban en la reunión, dormía en la breve espera. Tomaba apuntes con el celular, llegando a desarrollar la capacidad de hacerlo con los ojos entrecerrados y la conciencia semidormida. Mi rendimiento era muy bueno. 


Por la tarde tenía baile virtual, cuando terminaba la clase, me grababa haciendo la coreo aprendida y se la mandaba a mi profesora para que me de feedback. Si no era baile, tenía curso, dos horas enfrente de la compu intentando aprender de dinámicas grupales, juegos, creatividad sin poder poner nada de eso en práctica presencialmente.


Por la noche, tenía mis zooms informales, con las chicas de macabi a las 21, con mica y vicky a las 11, el sábado con las gorditas, después con las de humanidades. Hablábamos por horas y jugábamos juegos virtuales, mi mamá me pedía que corte el zoom porque escuchaba todo y no podía dormir pero yo no podía hacerlo, era mi único momento de verdadera socialización en la semana. 

A veces, cuando me invadía la nostalgia, acudía a mis archivos: fotos y videos de “la normalidad” veía lo que me divertía, lo mucho que me conectaba con los otros, los lugares que recorría. Me preguntaba constantemente si algún día volvería a ser todo como antes. Me prometí una cosa, si en algún momento eso sucedía, nunca perdería la oportunidad de juntarme con gente cara a cara, de reír en simultáneo, de interrumpirnos por que no tenemos un botón de mute, de abrazarnos, de ver las reacciones en la cara del otro, de pasear, de bailar y disfrutar de la presencialidad. Así lo hice.




Lecto-escritura

Desde que tengo uso de razón, hablo. Aunque con los años aprendí a contemplar el silencio, soy charlatana y si hay algo que me apasiona, son las palabras.

Las palabras no como algo abstracto, sino más específicamente el uso correcto de la palabra correcta, encuentro una satisfacción inexplicable al emplear la palabra exacta que alude al concepto exacto que quiero transmitir. 

Casi como patológico y algo controlador, casi como algo compulsivo, busco agotar los sentidos a través de las palabras. Muchas veces me complico, dicen que complejizo las cosas innecesariamente, lo que pasa es que yo no veo otro modo de expresarme que no sea a través de esas palabras que resumen otras miles.


Una amiga de la primaria en segundo grado a veces me llamaba diccionario, no lo olvido más porque me llena de orgullo. Era la designada a responder qué significaban esas palabras que ellas no conocían o no entendían.

Mi fuente del léxico en gran medida son mis padres, la combinación de ser hija única y de padres relativamente grandes hizo que me adapte a un entorno con un vocabulario amplio y aprenda a deducir muy bien por contexto. Al día de hoy descubro que los significados de palabras específicas que nunca me fueron dados pero que los intruí a la perfección. 


Sin embargo, lo que tengo de léxico no lo tengo de ortografía, he horrorizado a más de una persona con mis fallas, que de a poco, fui corrigiendo. Estas no impidieron que a mi corta edad empecé a escribir cuentos, junto a la chica que me cuidaba, los armábamos en hojas, lo escribía, dibujaba y después hacia la portada en cartón. Más adelante conocí las clases de lengua, las visitas de la experta en narratología que luego se convertiría en la bibliotecaria del colegio, los primeros veinte minutos de clase dedicados a la “lectura silenciosa” y las teorías de la escritura. 

Todavía recuerdo esa prueba de primaria donde nos hicieron pensar un final alternativo para la historia y salí con un final tan ingenioso que quise guardar esa prueba para siempre, aun la conservo. También las clases en secundaria que disfrutaba de leer y analizar los cuentos. Incluso decidir quedarme en la clase cuando mis amigas deciden volverse antes.


Si bien escribir y leer siempre fueron cosas que disfrute, creo que hay dos momentos que se destacan:


No recuerdo si primero me lo introdujo mi papá o si primero lo vi en el colegio pero de alguna manera me topé con los libros de teatro infantiles. Me compré un libro y empezamos a jugar con mis amigas, especialmente con mi amiga Maru. “Vos sos el gerente, yo soy Pablo” y arrancaba el juego de roles, leíamos intercaladamente, cada una su rol, y al mismo tiempo nos enterabamos que sucedía en la historia, que hacían los personajes. Nos sorprendiamos de lo que nosotras mismas decíamos y hacíamos y nos reíamos.

Por alguna razón, esa época duró poco, pero lo suficiente para que la recuerde como un gran momento.


Por otra parte, fué de más grande que descubrí la otra faceta de la escritura; la descarga. Comenzó cuando empecé a tener acceso a notas del celular. Estas se convirtieron en mi catarsis, a veces de queja, a veces de frustración, muchas otras de reflexión y a veces, el tono poético. Pero no el poema por propio amor al arte, sino el poema como necesidad. La necesidad de expresar algo de manera estética y adornada de palabras lindas y complejas, de hacer algo atractivo de aquello que me desvela.


Aprendí a leer a los cinco años pero creo que hay lecturas que se pueden hacer aun siendo analfabeto. Escribo porque me gusta pero también me gustaría poder hacerlo más.


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